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Granada de cine

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Jueves 27 de junio, 20:00 horas73º Festival de Granada. Centro Federico García Lorca |  Clásicos del Cine / Festival Joven: «Chaplin & Keaton»,
Trío Arbós & Friends (Juan Carlos Chornet, flauta – Claudia Reyes, clarinete – Luis Barbero, viola – Frano Kakarigi, contrabajo). Fotos propias y ©Fermín Rodríguez.

El Festival de Granada también es de cine y recuperando la proyección del cine mudo con música en directo, como bien recordó al inicio el recientemente nombrado académico de Bellas Artes Juan Carlos Garvayo, pianista del Trío Arbós, este jueves muy distinto al de hace diez días, con una sala para la ocasión sin palomitas pero con mucha risa gracias a dos genios como Chaplin y Keaton (solo faltaría Harold Lloyd) junto a la excelente banda sonora de Stephen Prutsman (Los Ángeles, 1960), un músico que se mueve entre la interpretación como pianista, el arreglo y la composición, un estilo entre el jazz y la música cinematográfica, con especial interés por ilustrar el inmenso patrimonio del cine mudo, tanto americano como europeo, y perfectamente sincronizada por los intérpretes en escena colocados al lado de la pantalla.

En la web del evento con el título de Reyes de la comedia, nos informa que el Trío Arbós lleva años «poniendo música en directo a grandes clásicos del cine mudo. Aquí se acerca a dos de los más eximios comediantes de la historia del cinematógrafo», para lo que la plantilla se extiende hasta los seis intérpretes en la segunda película.

Del genio Charles Chaplin (1889-1977) pudimos reírnos con One A.M.un corto de 1916 traducido en España como Charlot noctámbulo, aunque sería mejor «La una de la madrugada», y donde salvo la aparición fugaz del taxista (Albert Austin, guionista, director y actor), el cómico universal será el único protagonista, sin nombre (Drunker o borracho), con frac y sombrero de copa, sin el bastón (es el primer Charlot), y con las peripecias de un aristócrata que vuelve a su mansión tras una larga noche de las que muchos hemos tenido, dejando el argumento junto al programa aunque se lo pueden imaginar, y la música estuvo a cargo solamente del motrileño Juan Carlos Garvayo más la clarinetista de Armilla -pero residente en Basilea- Claudia Reyes Segovia (1994).

Música al uso con todo en su sitio sincronizado, el piano que nunca falta junto el viento completando con su timbre no ya melodías sino los efectos perfectamente encajados, donde la música de Prutsman oscila entre valses nostálgicos y baladas románticas.

Y del otro genio del mudo que fue Buster Keaton (1895-1966), veríamos el mediometraje de 1925 Seven Chances (Siete elecciones sería la traducción), una de sus más influyentes creaciones, una maravilla de efectos especiales, de realización, de caracterizaciones para un amplio reparto además de los extras, con un argumento para reírse incluso a carcajadas, y de nuevo la música de Prutsman ideal, muy trabajada y esta vez para sexteto, es decir el Trío Arbós más tres friends (sin clarinete), que dejo todos sus nombres al final de la entrada. Una música muy de la época de la película donde encontramos charlestón, ragtime o swing «emulando las imposibles piruetas, carreras y trastazos que el pobre Jimmie Shannon se ve obligado a sufrir para cumplir con el testamento de su abuelo».

La tímbrica del grupo es perfecta, con buena compenetración entre ellos donde la cuerda lleva todo el peso junto al piano pero con especial aparición de la flauta y flautín amén de los propios músicos silbando, pateando o jaleando, de nuevo con una sincronización exacta con la película.

Todo es posible en Granada, también el cine en este Festival, todo un éxito de público y aún queda otra película en un «cine de verano» muy especial que contaré, si nada lo impide, desde aquí.

PROGRAMA

One A.M. («Charlot noctámbulo», 1916, 18′), película de Charles Chaplin (1889-1977)

Música de Stephen Prutsman (1960)

Charlot llega en taxi a su casa, totalmente ebrio, después de una noche de fiesta. El corto trecho que separa el umbral de la casa de su dormitorio se convierte en una odisea. Una vez alcanzado su destino, aun tendrá que batallar con su moderna cama.

Seven Chances («Siete ocasiones», 1925, 44′), película de Buster Keaton (1895-1966)

Música de Stephen Prutsman

El agente de bolsa Jimmy Shannon está a punto de declararse en bancarrota cuando un abogado le presenta el testamento de su abuelo, que le lega siete millones de dólares. Pero para poder heredar ese dinero deberá casarse antes de las 7 de la tarde de su 27 cumpleaños… ¡Y eso es hoy!

Trío Arbós:

Juan Carlos Garvayo, piano – Ferdinando Trematore, violín – José Miguel Gómez, violonchelo

Friends:

Claudia Reyes, clarinete

Juan Carlos Chornet, flauta –Luis Barbero, viola – Frano Kakarigi, contrabajo

La cercanía de Paul Lewis a un Schubert irrepetible

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Jueves 27 de junio, 12:30 horas.  Fundación Euroárabe de Altos Estudios: Encuentro con Paul Lewis: Las sonatas de Schubert.

Mañana de aprendizaje dentro del FEX con el pianista de Liverpool, artista residente de esta septuagéismo tercera edición del Festival de Granada, que además de sus cuatro conciertos con la integral de las sonatas completas para piano de Schubert (once de veinte) , nos ofreció este encuentro junto al crítico musical, pianista y doctor en medicina Rafael Ortega Basagoiti (autor tanto de la presentación como de las notas al programa) presentados por el director del Festival Antonio Moral.

Más de una hora de diálogo con traducción simultánea (inglés-español) en una sala acondicionada parea ello y donde no faltó un piano. Un placer escuchar al británico del que relato mis anotaciones tomadas en el teléfono sobre la marcha, solo un esbozo con el que seguir aprendiendo y acercándonos a Schubert, su música además del acercamiento del intérprete.

Paul Lewis habló de «La ilusión que genera el piano», un instrumento también de percusión pero no solamente, e irremediablemente había que preguntar la relación o conexión entre Beethoven y Schubert.

«Beethoven tiene respuestas pero Schubert las deja en el aire», el existencialismo. la ira, el estrés pero aceptando el destino, también resignación muy humana precisamente por todo ello. Así, Paul Lewis comentó que Beethoven fue un  visionario mientras Schubert fue un artista de su tiempo. Beethoven el desafío y Schubert como con lospuños al cielo preguntándose ¿por qué yo?, visceral, desde cierta locura y tranquilidad, lo que flota en la escritura junto al sustrato, enfrentados en una música especial.

Profundizando en esa relación, Lewis nos contó que hay poco en común entre estos dos artistas, citando al maestro Brendel quien comentaba que Schubert era como un sonámbulo, y lógico puesto que no sabe el final del camino emprendido mientras Beethoven sí. Éste desarrolla el material con intención mientras Schubert profundiza en él. De los muchos ejemplos de las sonatas schubertianas, la D959 en el Lento y después el Scherzo hay un cambio casi obligado pues «es la vida misma». En la D960 y las tres últimas el movimiento lento es la historia de alguien que se esta muriendo, un paso a otra «dimensión, pieza profunda y luz brillando en la distancia».

El doctor Ortega preguntó sobre las experiencias personales y cómo influyen en la interpretación, que Paul Lewis contestó que está bien recurrir a ellas pero las de Schubert son las suyas y centrarse en lo que se conoce o sabemos del compositor puede ayudar citando de nuevo a Brendel quien decía la necesidad de «Tener todo el control y no contagiarte de ese ánimo».

Del estado anímico trasladado a la interpretación comentaba cómo el Winterreise hace llorar al público pero no al intérprete y sobre la experiencia con cantantes, está claro que siempre ayuda, citando a Mark Padmore con quien Lewis ha trabajado, un tenor que se mete en el texto, que exige frasear y respirar con él, los legato, el canto sin fisuras, cantar para uno mismo desde la necesaria introspección.

No faltarían ejemplos desde el piano, con un movimiento lento y luego otro fragmento que armónicamente parece sinsentido, como una pesadilla de la que despiertas… «Una tormenta distante que se queda atrás  pero te recuerda que sigue ahí».

Don Rafael preguntó sobre las sonatas incompletas porque plantean el dilema de superar a Beethoven, ilustrativo de cómo afrontan el de Bonn y Schubert sus sonatas. Repitió lo ya dicho sobre que Beethoven sabe el destino antes de empezar y Schubert, intimidado por la sombra de su amigo e ídolo, emprende ese camino pero sin una ruta planificada. Cuando ya confía en sí mismo y aborda las grandes sonatas (las tres últimas), aparece la intensidad y sobre si tocar o no las repeticiones, hay grandes diferencias incluso armónicas, con grandes espacios entre ellas para abordarlas, citando Lewis que hasta Brahms dirigiendo años después su Segunda Sinfonía omitió la repetición y ante la pregunta él mismo contestaría que el público ¡ya la conocía!.

Buen diálogo entre dos conocedores de la obra de Schubert, con una intensidad especial y tanta variabilidad (sobre todo en los movimientos lentos por lo que significa de espacio entre la música y cómo el tempo en Schubert, como en los intérpretes, tiende a aumentar ese espacio, poniendo de ejemplo que en la D894 con S. Ritcher aún era más lento el Moderato, al que Lewis recuerda escucharle de joven en Londres y el efecto sobrecogedor «como de pararse el tiempo» tras su escucha, pues qué  distinto es vivirlo a escucharlo después, pues el directo es una experiencia que no se puede replicar (Ortega lo comparaba con Celibidache).

Abriéndose el coloquio Antonio Moral le preguntaba al británico su opinión sobre los llamados «historicistas», respondiéndole que hay espacio para todos y se debe aprender de ellos… desde los pianos antiguos a la experimentación llevada al piano moderno (que evidentemente tiene más posibilidades y con él se queda Lewis). De sus influencias personales además de Alfred Brendel (cuando Paul tenía 20 años) y su impacto, no olvidó a Kempf o Fischer… pero siempe sin no copiar de ellos y traducirlo al propio lenguaje. Sobre sus grabaciones reconoce que todo cambia con el tiempo y se debe aceptar. Distintas épocas aunque el oyente lo aprecie más que el propio intérprete. Y si alguna obra no la tocaría nunca, difícil respuesta para una mente abierta como la del inglés, aunque finalmente dice que «no tocaría de R. Stevenson (1928-201) su Pasacaglia de 90 minutos… la guardé en una caja». De los compositores españoles los conoce y siempre tiene las puertas abiertas a todo.

Proseguiría el coloquio con el público asistente, que casi llena el salón, donde le preguntaron sobre las grabaciones como las de Glenn Gould y cómo combinar la madurez con los cambios… «un proceso natural y el mensaje de la música con los años ves más cosas y necesitas tiempo para exponerlas al ver más detalles».

Interesantísima la pregunta sobre la sífilis que parece no fue la causa comprobada de la muerte de Schubert, aportando hoy lo neurofisiológico y cómo influye en el proceso creativo (comparado a un proceso febril). Como doctor, Basagoiti comentó la controversia del diagnóstico y que no hay evidencias hoy día pues no había signos externos de ella, entrando en aspectos forenses que hoy en día pueden obligar a reescribir la historia, un tema que finalizado el encuentro aún hubo tiempo de seguir comentando con los protagonistas en el Mercado de San Agustín, todo un privilegio para quien suscribe.

Está claro que las crisis llevan a la explosión creativa, y con humor británico Lewis estuvo en total desacuerdo, pues bacterias y virus afectaban de manera distinta a hoy…

Otra pregunta sobre la expresividad de Schubert unida a una estética romanticista pero más allá de los gustos del momento y si Lewis siente eso, la respuesta daría para toda una reflexión profunda: “Habitar esa música”, pensando que si es chocante ahora aún más entonces, límites irrelevantes que incluso hoy siguen trascendiendo.

Finalmente sobre cómo ordenó los cuatro conciertos de esta integral conjugó muchos factores, el cronológico al final pero también lo emocional e incluso las duraciones, también incluyendo como «completa» la D840 precisamente porque en ella está el Schubert que escuchamos en esta integral.

No podía faltar una obra al piano que no estuviera programa, y Lewis nos regaló el Allegretto en do menor, D 915, la madurez de los 52 años reflejada cada vez que el inglés se sienta al piano, lo irrepetible de la música en vivo que todavía seguiremos disfrutando en Granada.

Granada bien vale una misa

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Miércoles 26 de junio, 22:00 horas73º Festival de Granada. Palacio de Carlos V / Conciertos de Palacio:
Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE), Sarah Wegener (soprano), Wiebke Lehmkuhl (contralto),
Maximilian Schmitt (tenor), Ashley Riches (bajo), David Afkham (director). BeethovenMissa solemnis, op. 123Fotos de ©Fermín Rodríguez.

Pocas veces podremos escuchar en vivo esta «Catedral Sonora» que es la Missa solemnis de Beethoven, difícil programarla por el despliegue sinfónico-coral y la exigencia para cada músico, pero parafraseando el tópico de «París bien vale una misa» (Paris vaut bien une messe), originado en una frase probablemente apócrifa atribuida a Enrique de Borbón o de Navarra, hoy Granada también valía esta misa del «sordo genial».

 

Tras el buen sabor de boca que me dejase la ONE el pasado año con la Séptima de Mahler, con esta Misa  nocturna beethoveniana me quedó un regusto amargo pues ni mi ubicación, muy a la derecha, ni las sensaciones que me transmitió el titular David Afkham fueron las mejores para un «obrón» como este que además venía ya rodado del auditorio madrileño.

Como dice la presentación en la web del Festival y en el libro, «No escribió Beethoven muchas obras religiosas, pero entre ellas se cuenta una de las creaciones más majestuosas jamás salidas de su pluma, la Missa solemnis, una partitura que tendría que haber servido para la ceremonia de investidura como arzobispo de Olomouc del archiduque Rodolfo de Austria, hijo del emperador Leopoldo II y aplicado alumno del compositor. Beethoven empezó a trabajar en ella en 1819, pero no llegó a tiempo a la ceremonia prevista, que tuvo lugar en la primavera de 1820, y el estreno se retrasó hasta 1824. Así, la obra acabó por compartir esfuerzos con los que el músico dedicó a sus tres últimas sonatas para piano y a su Novena sinfonía». Hay que resaltar que para todo coro la escritura de Beethoven, tanto esta misa como su Novena, siempre es un «suplicio» ante las tesituras extremas que obligan a gritar más que cantar, y no olvidemos cómo ha ido subiendo el diapasón en el último siglo y medio. Sumemos la ubicación en gradas con las voces muy separadas impidiendo arroparse las cuerdas, para comprender que el Coro Nacional que dirige Miguel Ángel García Cañamero estuvo demasiado presente por momentos, si bien lo pudimos disfrutar más en los momentos pianissimi e incluso a capella cuando David Afkham  pareció entender que Beethoven no es cuestión solo de fuerza (también necesaria) sino de la musicalidad que faltó por momentos. Agradecer el esfuerzo de las sopranos y tenores, echando de menos algo más de presencia en la cuerda de bajos pero mi aplauso por defender como «campeones» este sacrificio coral.

Otro tanto podría decir de la orquesta, compacta, bien equilibrada en plantilla, con Valerie Steenken de concertino (lástima un poco más de volumen en su solo junto al cuarteto vocal), llena de contrastes tímbricos bien asimilados y entendidos por un David Afkham que pareció demasiado condescendiente en esta obra de tanta enjundia, faltando un poco más de «bravura» tanto gestual como interpretativa para una misa que suena a sinfonía.

Y citaré poco a poco  las notas al programa de mi querido Arturo Reverter que titula «Milagrosa arquitectura» pues así debemos entender esta obra de un Beethoven sin complejos y abriendo la puerta a la nueva música: «Es muy probable que Beethoven tuviera pensado, tras el relativo fracaso de la más clásica y pulida Misa en do, escribir un día otra partitura de las mismas características; había dentro de él –creyente a su modo– algo que le impulsaba a cantar las alabanzas de un Dios al que quería y respetaba, aunque su existencia no hubiese transcurrido casi nunca por un camino de rosas precisamente (…). De inmediato surgió en él la necesidad de festejar a su antiguo pupilo -el joven archiduque Rodolfo- y le escribió: «El día en que una gran misa compuesta por mi sea ejecutada en las solemnidades que se lleven a cabo para consagrar a su Real Alteza, será el más feliz de mi vida y Dios me iluminará para que mis débiles fuerzas puedan contribuir a la glorificación de tan solemne día». Aunque entonces sólo tenía escrito el Kyrie, ya suponía todo un reto que tardaría en ejecutarse, siendo San Petersburgo en abril de 1824 antes que en su Viena.

Y el Kyrie marcó el discurrir de una misa con un cuarteto solista bien buscado, bien empastado, con tesituras de colores perfectos para un sonido homogéneo sólo algo menor en el bajo Ashley Riches, de volumen más corto que sus compañeros pero de timbre bello aunque sigo echando de menos los «bajos de verdad». Por gusto, y sin desmerecer ninguna voz, me quedo con la contralto  Wiebke Lehmkuhl capaz de sobreponerse a los tutti sin perder emisión ni musicalidad, el tenor Maximilian Schmitt que por color, volumen y timbre es muy adecuado a este Beethoven maduro, y la soprano  Sarah Wegener igualmente sólida, con proyección suficiente, bien empastada con sus compañeros, y disfrutando mucho más del cuarteto en los momentos «piano» pues en las grandes dinámicas David Afkham no mantuvo los balances deseados ni con los solistas ni tampoco con el coro.

Esta misa solemne la describe muy bien Don Arturo: «Hay una serie de rasgos comunes al Beethoven de última época y que se dan en buena parte a lo largo de esta partitura como integrantes del estilo más auténtico del autor: definición y diferenciación de los caracteres expresivos y técnicos, rudeza, agresiva armonía, originalidad en la construcción de las partes, novedades (verdaderas osadías) de estructura, grandes dificultades de ejecución… Profundizando en los aspectos más propios de la Missa es preciso referirse en seguida a la potente expresividad obtenida tras lo que se adivina una lectura en profundidad del texto litúrgico, un excelente libreto para un Beethoven apasionado y entregado a la loa de su Dios».

La versión de esta «misa nocturna» en Palacio necesitó precisamente más diferenciación expresiva y más agresividad pero sin exagerar unas dinámicas que incluso el coro llegó a sonar por encima de la orquesta,  pero la majestuosidad y grandeza en esta partitura siempre nos dejará la satisfacción de haber «comulgado» tras un acto de contrición, un Agnus Dei dándonos la paz (con tambores de guerra) y pidieno perdón por cualquier pecado, aunque la penitencia del genio de Beethoven se tradujo en rayos y truenos finalizada la ceremonia más profana que religiosa.

PROGRAMA

Ludwig van Beethoven (1770-1827):

Missa solemnis, en re mayor, op. 123 (1819-23):

I. Kyrie – II. Gloria  – III. Credo

IV. Sanctus – V. Agnus Dei

ANEXO

Como complemento a las que se incluyen en este concierto granadino, dejo íntegras las notas al programa de mano también del gran Arturo Reverter, correspondientes al «Ciclo Sinfónico 22» celebrado en el Auditorio Nacional de Música, Sala Sinfónica, los días 21, 22 y 23 de junio de 2024 con un análisis pormenorizado de la obra, verdadera guía para volver siempre a misa, incluso para los ateos más convencidos y redimidos por la mísica.

Missa solemnis: entre el grito y la plegaria

Obra caudalosa, difícil, compleja, irregular, aristada, de una celestial inmensidad, la Missa solemnis de Beethoven muestra, dentro de la habitual destemplanza y del variable humor del músico, una estructura compacta, un vigor monumental. Tras el relativo fracaso de la más tradicional y pulida Misa en Do, decidió lanzarse de nuevo a la ventura en un terreno que lo obsesionaba. Había dentro de él –creyente a su modo– algo que le impulsaba a cantar las alabanzas de un Dios al que quería y respetaba, aunque su existencia no hubiese transcurrido casi nunca por un camino de rosas precisamente. La idea tomó cuerpo cuando, a principios del verano de 1818, el compositor se enteró de que el joven archiduque Rodolfo iba a ser nombrado arzobispo de la ciudad morava de Olomouc. Sentía gran aprecio por el aristócrata, alumno y protector suyo y a quien había tenido ya ocasión de dedicar, entre otras cosas, los Conciertos para piano núm. 4 y 5, las Sonatas «Los Adioses», «Hammerklavier» y 32, la Gran fuga, el Trío «Archiduque», la ópera Fidelio y la Sonata núm. 10 para violín. Total, nada. De inmediato surgió en él la necesidad de festejar a su antiguo pupilo.

Todo resquicio semántico está previsto e impulsado en esta Missa desde dentro por una música que se adapta con una fuerza descriptiva fenomenal, que ahonda en significados como hasta el momento no se había hecho y que dimensiona sideralmente la palabra divina. Desde el punto de vista armónico la obra está llena de sorpresas, algunas que pudieran hacer suponer que, al escribir, el músico debió sufrir determinadas equivocaciones, tal es la aspereza, el choque que se produce en ciertos instantes. Las modulaciones se proyectan a veces con una rapidez y de una forma tan inesperada que se antojan ilógicas. 

Cinco son las partes o himnos que configuran, de la manera habitual, la Missa: Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus (que incluye el Benedictus, otras veces aparte) y Agnus Dei. El Kyrie posee una escritura sencilla y previsible sobre el papel. Es un típico lied ternario, aunque de construcción amplia y muy pensada. Assai sostenuto que ha de hacerse Mit Andacht, con devoción, como reza en el encabezamiento. El Christe eleison, de valores más breves, contiene una doble fuga y está marcado Andante assai. La recapitulación nos trae un Sol mayor, que finalmente deja paso al Re mayor inicial que alivia la tensión y propicia la plegaria postrera de las voces.

También es Re mayor la tonalidad que inaugura el incontenible comienzo, auténtico estallido de alabanza, del Gloria. Un Allegro vivace monumental. El tema inicial fluye imparablemente. El remanso del Qui tollis posee una angustiosa carga expresiva; es un Larghetto precedido por una hermosa introducción para maderas. Tras el contraste del Quoniam encontramos en el In gloria dei patris acentos haendelianos, aunque también una densidad polifónica propia de Bach. La gigantesca fuga posee una contundencia, una fluidez y una transparencia admirables. Después del Amén, y retomando el turbulento diseño inicial, Beethoven construye un final inesperado, al repetir tal cual la escritura y lanzar a coro a un tourbillon desaforado que canta apremiante, una vez más, la gloria de Dios. Es un efecto de seguro impacto.

«El comienzo es pomposo y solemne, la instrumentación brilla sobre todo por la fuerza y la majestad» (…) «Múltiples y repentinas transiciones del fortissimo al extremo opuesto nos han parecido de un efecto muy nuevo». Son palabras de Berlioz tras la escucha del Credo, punto neurálgico de la composición en donde Beethoven consigue una milagrosa unidad sin dejar por ello de observar las características y significado de cada una de las secciones. El número se edifica a partir de la tremenda afirmación de apertura. Un fugato, frases líricas de las sopranos, los contrapuntos de la madera, cortos diálogos con los hombres conducen al Adagio que establece el tempo de base del Incarnatus inaugurado por las voces graves en pianissimo que preparan la entrada, sobre notas repetidas del viento, de los solistas. Estamos en Re menor.

El Espíritu Santo aparece sugerido en los revoloteos de la flauta. Los solistas recitan (Adagio espressivo) derivaciones del tema de apertura en el Crucifixus, donde la orquesta «parece describir la Cruz suspendida a lo alto». Una inusual técnica de repetición verbal se utiliza para la palabra Et. El milagro de la Resurrección es anunciado a cappella. El canto de júbilo es marcado por una figura ágil de la cuerda que actúa de soporte a las encaramadas del coro. Un solo de trombón da paso al retorno del tema inicial en medio de características imitaciones. Las mujeres (Confiteor) desarrollan lentamente en pp un pasaje que conduce a la monumental fuga de Et vitam venturi. Ejemplo de cómo Beethoven, en síntesis mágica, podía hacer que la polifonía más intrincada emergiera de la espaciosidad de las armonías más poderosas. El Amén da paso a los solistas que realizan (Allegro con moto) una peroración sobre las dos sílabas e introducen al coro. Ascensión al agudo de la soprano. La madera, contrapunteada por la cuerda, se hace presente en el final. A Berlioz no le agradaba este Amén. No entendía que tras las bellezas anteriores se introdujera «una vociferación fugada» similar.

El Sanctus, en Si menor, es solemne y sombrío, de carácter bien distinto al compuesto por otros autores. Una confesión privada que ha de ser tocada y cantada «con devoción», según prescribe el compositor. Los solistas actúan escalonadamente. La brillantez, nunca excesiva, no llega hasta el Plena sunt coeli y el ternario Osanna con su fugato. Estamos en el ámbito de la tradicional misa vienesa, un respiro para las tensiones que animan toda la obra. Beethoven no prevé la intervención del coro, aunque es frecuente que se recurra a él en detrimento del protagonismo de los cuatro solistas. La belleza más excelsa, la del Beethoven de la «tercera época», se hace presente en el Benedictus, unido sin solución de continuidad al Sanctus mediante un singular preludio orquestal, un sostenuto para flautas, fagotes y cuerda grave que va pasando a través de ricas armonías hasta Sol mayor, en un clima que a Thomas Mann le recordaba al del cuarteto en canon del primer acto de Fidelio.

Y de pronto se hace la luz más íntima y a la vez más cegadora en el compás 111: un Andante molto cantabile e non troppo mosso en 12/8 introduce una de las más bellas melodías que compositor alguno haya escrito para violín, un tema largo, envolvente, cálido, tremendamente efusivo, que aparece discretamente ornado con una pareja de flautas revoloteantes. En seguida las dos voces solistas más graves dan paso a las otras dos y se unen al canto tranquilo y sereno en un canon que desgrana lentamente el texto litúrgico. Vuelve el Osanna antes de que el movimiento se despida con una nueva intervención del obbligato. Después del Sol mayor del Benedictus nos parece chocante el sombrío Sol menor del Agnus Dei. La oscuridad más completa nos envuelve y a ello contribuye también la instrumentación: fagotes, trompas, coro en cuatro partes y voz del bajo solista. Poco a poco, desde los violines, va llegando una especie de consuelo. El tono cambia a Re mayor y el tempo a Allegro vivace y todo se transforma. Es el Dona nobis pacem, que aparece subrayado en la partitura por el propio Beethoven con la expresión Bitte um innern und äussern Frieden («Súplica por la paz interior y exterior»). La atmósfera cambia una vez más inesperadamente y la plegaria es dejada atrás por lo que se ha considerado una aproximación del autor hacia la realidad bélica que le circundaba, algo verdaderamente insólito en una composición de este tipo. Hay un sonido lejano de timbales y trompas. La contralto irrumpe con un solo de carácter angustioso. La imploración, que Beethoven anota ha de ser hecha en principio «tímidamente», es repetida con mayor intensidad por el tenor y la soprano.

Un nuevo coral reelabora el más tranquilo tema del Dona nobis pacem. Cuando todo parece a punto de concluir, la orquesta diseña un fugato en presto que conduce de nuevo a una invocación de paz. La plegaria final, en Re mayor, es interrumpida varias veces por los distantes ecos bélicos. El fin llega súbitamente, en cinco breves compases, dejando la impresión de que algo queda por decir, de que se nos ha escamoteado la real conclusión. Un final en verdad enigmático, espartano por la concisión, pero, quizá, el más adecuado y lógico de una obra que, en cualquier caso, es todo menos retórica, y que aparece encabezada por las palabras antes enunciadas y que queremos repetir: Vom Herzen! Moege es wieder zum Herzen gehen!